Muchos pocos hacen mucho (V)

 

         Era un viernes de febrero de 2006. Tenía programada para ese día una visita al pozo de Toaga, a media docena de kilómetros de donde resido. Cogí un taxi para llegar hasta el lugar. A eso de las 10 entraba en la escuela donde está ubicado el pozo en construcción. Al acercarme a la obra me llamó la atención una actividad inusual por parte de los más pequeños de la escuela. No le di importancia y dediqué los primeros minutos a lo que estaban realizando los poceros. Todavía no habían alcanzado los 7 metros de profundidad. Uno de los trabajadores, musculoso y sudoroso trataba de hincar el pico en terreno duro al fondo del pozo. Una roca granítica le impedía ahondar. El capataz había ido a la ciudad en busca de explosivos para tratar de romper la roca. Una vez informado por lo que veía y por los propios trabajadores allí presentes, me dejé llevar por otro espectáculo al que estaba poco acostumbrado. Un centenar de niños con ropa sucia, caras llenas de polvo y la cartera a cuestas, iban y venían con un recipiente en la cabeza. No acababa de entender lo que estaban haciendo así que me acerqué al director de la escuela y le dije:

         ¿Qué hacen todos estos niños que van y vienen en procesión?

         Acarrear tierra para revocar mi casa, contestó con toda naturalidad.

         Empecé a atar cabos y a hallar una explicación a todo aquel ajetreo en un día de clase. Era la hora del recreo y en lugar de jugar al fútbol con una pelota de trapo como la que vi en la mano de uno de los chavales, jugaban llevando unos puñados de tierra para que la casa del director fuese revocada. En una esquina de la escuela, en pleno campo un grupo de niños mayores cavaban, otros llenaban con las manos los recipientes que niños y niñas más pequeños situaban en el sitio apropiado. Una vez lleno, cada uno colocaba su cuenco o su bote en la cabeza y, casi en procesión, lo llevaban a la casa donde media docena de mujeres hacían la masa, la envolvían con boñiga de ganado y paja y, con las manos embarradas, esparcían la mezcla sobre las paredes de la casa del director.

         Este tipo de barro bien amasado forma una capa que, una vez seca, se vuelve muy dura, me explicó.

         Como había visto hacer una cosa parecida en mi pueblo siendo pequeño, no llevé sorpresa alguna. Lo que sí me sorprendió fue el modo de transportar los materiales hacia el lugar de su utilización. En lugar de recurrir a una pareja de bueyes que tiraban de un carro como se hacía en mi pueblo, el director recurrió a todo aquel tropel de niños y niñas de edades comprendidas entre 5 y 10 años para que, puñado a puñado, llegaran a juntar un montón. Los recipientes eran muy variados en su forma, su color y su tamaño. Los había de plástico, de hierro y hasta de cartón. Las niñas llevaban palanganas viejas traídas de sus casas. Aquello era un enjambre febril, un hormiguero activo donde cada obrera tenía su cometido. Poco a poco pequeñas cantidades de tierra hacían montones. También acarreaban el agua en los mismos envases.

         Los muros de tierra prensada de la casa del director de la escuela recibían con manos habilidosas la capa de barro que, una vez seco, constituía un aislante eficaz. Al director se le vía contento viendo a todos los escolares y parte de los padres trabajar para él.

         Es una manera de aprovechar el tiempo, de prestar un servicio y de ahorrar dinero, creo yo que pensaría él.

         Aquella insólita actividad permitía los tres objetivos: la sukala* del director ganaba enteros, se haría más habitable y todo el mundo ponía su granito de arena. En el futuro, todos los participantes podrían estar orgullosos de haber colaborado en una obra que generaría un bienestar mayor en todos los moradores de aquella casa que vio aunados los esfuerzos de muchos niños que, con ropa sucia pero contentos, llevaban tierra para que fuera revocada y más habitable. Un director de escuela rural con pocos recursos no ganaba lo suficiente para comprar cemento. Quedaba esta otra posibilidad: recurrir al elemento más barato y abundante al alcance de las manos de los pobres: el barro. Hay agua en charcas y pozos; la tierra abunda por doquier; en todas las casas se almacena paja y, en muchas, ganado, lo que significa disponer de excrementos para dar solidez a la pasta.

         En la secuencia filmada ese mismo día podemos ver a todos estos niños jugar con los recipientes que cada cual trajo de su casa. Después irían a parar vete tú a saber dónde. Quizás fuese éste el recreo más divertido que tuvieron todos estos niños y niñas un día de escuela, un día en que su buen director tuvo la genial idea de recurrir a una mano de obra barata que, con sumisión e inocencia, trabajaba para mejorar su vivienda. Quizás la hayan terminado ya. Sólo deseo que dentro, nuestro buen director, su familia y todos los que les visiten puedan pasar muchos y muy buenos ratos y vean hacerse realidad los dulces sueños que un pobre habitante de la sabana togolesa pueda tener las noches de calor intenso en estación seca o de lluvia recia el resto del año.

 

Servando Pan desde Togo

 

Sukala : Modelo de hábitat propio de ciertos países africanos. Está compuesta de 3 o 4 chozas circulares, hechas de barro y con tejado de paja o caña. Las comodidades en su interior dejan mucho que desear.